junio 19, 2003

I Hazme olvidar el nombre.

Ayer conocí de primera mano a Eve, la primer homínida jamás existente, madre de orden superior para todos nosotros, la portadora de la secuencia DNA que sirvió de patron para el resto de seres humanos —no sólo los diecinueve mil millones que hoy pueblan la Tierra, sino los habidos y por haber hace 200,000 años—. La conozco por uno de sus dientes, que tengo en mi poder.

Lo encontré por casualidad. No digo donde. Y es mío. Lo llevo en la guantera del Nissan entre resortes que encierran incógnitas del universo, Chiclets Adams siempre mentolados y una rondana que debo colocar sepa dios en qué pliegue del motor, a falta de la cual se origina un molesto susurro metálico desde 1999. En la esquina más congestionada de la ciudad, abro la guantera —en la que nunca hubo guantes— para esculcar y hallar el diente puntiagudo de Eve. Se ven tan sano. No termino de admirarlo.

No pienso donar el hallazgo a ninguna puta asociación, colegio o insitututo norteamericano de paleontología, ingeniería genética, prosodia u ortografía. Digo ortografía porque el diente que hallé es un canino, el que utilizamos en esas mordiditas de reflexión al dudar si poner S o Z en tropezón, suela y ramalazo.

No sé si está completo. Mas bien parece un fragmento. Lo digo en base al único canino que habia visto anteriormente, el de Horacio Santillán, que brinco fuera de su boca por un zurriagazo del puño izquierdo de Omar Urias Ramsés, quien venía más desarrollado que el resto en Quinto de Primaria y cuya zurda era cosa del demonio, siempre dispuesta a reventar maxilares y desforrar spirols.

El diente voló en nauseabundo espectáculo, cayendo a centimetros de mí, trazando una aureola de todopoderoso en Omar Urias Ramsés, a quien mando un afectuoso saludo y deseo se encuentre bien, lo más lejos posible. El huesito debió medir tres centímetros. Luego supimos por el Profesor Bustos que se trataba justamente de un canino, que todos llevamos puesto un par y que el niño Horacio iba a extrañar el suyo, sobre todo en los desayunos. El de Eve, con la misma apariencia de monolito, mide casi el doble.


II Chica dragón. Te creías importante.

Me parece tonto que los paleontólogos bauticen Eve a la primer hembra de nuestra especie. Ha costado 150 años que la sociedad asuma, mal que bien, el origen devenido del hombre a raíz de un chimpance indisciplinado que se entretuvo sumando y restando los plátanos del racimo en lugar de comerlos y arrojar la cáscara. Ahora que estamos de acuerdo, estos científicos revitalizan el debate religioso, lo que hace pensar en el modo de sus escuelas particulares y siembra de nostalgia sus ensayos de divulgación (uno reciente, de media densidad, es “The recent African genesis of humans” publicado en agosto en Scientific American por Rebecca L Cann y Allan C Wilson).

Ahora que lo pienso, el canino de Eve y el de cualquier mamífero no deja de ser un trozo. Odiaría que hallaran un trozo de mí. Más aún dentro de 200,000 años por un grupo de investigadores que irán a entretenerse meses en armar el puzzle de mi cuerpo, untando pegamentos estériles a un ritmo estúpido.

Porque no tengo mejores ideas, me dispongo a grabar en el hueso de Eve la letra de la canción mas irritante posible, con un ruidoso vibrador punta de acero que pertenecía a mi abuelo, con el que aprendimos a personalizar sus escopetas. Estoy entre la apertura del álbum Pre-Millenium Tension de Tricky y “Marmalade” de The Geraldine Fibbers. Pero “Marmalade” no irrita, es una lindura, ora que lo pienso.

Así que, como nebulosa hija de Heidegger —el tipo que logró tal fidelidad en su estilista que lo hacía cruzar mensualmente el Sahara, sólo para afeitarlo—, se interpuso aquello de los tejados color bermellón de Amanda Miguel en “Castillo”, lujoso pop gótico. Me dispuse a grabar la canción entera, con letra diminuta. Tomé una lupa. Me recargué en el caballete del abuelo, que huele inconfundiblemente a anís (colócate anís una semana en las axilas).

Entonces pude verlo tal cual era y lo que descubrí me destrozó. Apenas la punta de acero tocó el antiquísimo diente de Eve, éste reventó en ciento quince birutas de hueso que tuve que enumerar, encapsular en bolsitas de Ziplock y enviar con una disculpa y un breve recuento de lo sucedido al Instituto Valenciano de Antropología, que devolvió su agradecimiento con una biografía ilustrada del monje Gregorio Méndel, uno de los hominídos más brillantes de la historia, tan familiar de la changa Eve como tú y como yo.


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mr_phuy@mail.com


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